Uy,.. que bronca que le daba. Cada vez que pasaba apretaba los dientes con toda su fuerza. Se sentía como con las manos atadas de no poder hacer nada. Lo que lo ponía mal eran dos cosas, primero que ya había pasado mil veces y segundo que, por eso, había hecho todo lo que estaba a su alcance para evitarlo. Pero, igualmente, sucedía, una vez más.
Leandro se olvidaba, si como todos alguna vez, se olvidaba, solo que un poco más seguido. Ese era su pecado y, también, su castigo.
No se sabe si por apurado, por despistado o por alguna preocupación. Sea lo que sea, el siempre se olvidaba. En la escuela confundía los días de los exámenes. Varias veces se perdió la excursión al planetario por no traer la autorización. En su casa quemó todo tipo de comidas, dejó morir de inanición a su pez Martin e inundó el baño junto al pasillo que lo secundaba.
El, era su propia víctima y su más terrible verdugo. Sufría mucho. Sufría porque no sabía cómo hacer para vencerse. Pero más lo hacía cuando, a su propio tormento, se le sumaba el de un jefe, un superior o cualquiera, con autoridad suficiente, para fruncirle el seño.
Desde ya que esto empeoró cuando inicio su camino laboral. Perdió llaves, se le “pasaron” reuniones, confundió fechas de entrega y reenvió mails confidenciales a personas que no correspondía. No lo echaron de ningún lugar, pero transpiró en varias oportunidades. Llegó al punto de no tener que dar explicaciones. La gente lo miraba y ya sabía lo que venía. Directamente giraban la cabeza para otro lado y le decían que lo solucione.
Era como si preparara la canasta con las galletitas, el mate, el termo, la yerba, la manta y al llegar al parque, descubrir que le faltaba “tan solo” la bombilla.
Intentó armando listas, dejando todo preparado, pero siempre algo faltaba.
A decir verdad, algunas de estas cosas le iban funcionando de a poco. Las llaves las ataba a su cinturón. Cuando tenía una reunión sonaban todo tipo de recordatorios, despertadores, alarmas y gente de buena voluntad y memoria que se encontraba previamente avisada. Antes de salir contaba todo y miraba para todos lados. Se la pasaba repasando todo lo que tenía que hacer. Llegó a tener dos copias del pasaporte.
Los resultados también fueron cambiando. Los seños fruncidos fueron reemplazados por apretones de manos, seguidos de ascensos laborales. Llegar antes a los encuentros ejecutivos le permitía preparar mucho mejor las presentaciones. Fue ganando mucha confianza.
Solo se olvidaba de los nombres, eso sí. La mayoría de las veces utilizaba extrañas formulas que mientras que no se confundan, funcionaban a la perfección. Pero evitaba todo esto llamando a los hombres “capo” y a las mujeres “corazón” o “señorita”.
Hasta que un día sucedió. A la tarde de un día soleado de Octubre, Leandro no se olvido más de nada.
Estaban ahí todas sus cosas, en el escritorio. La computadora pasaba de pantallas a toda velocidad. La birome firmaba cosas. La abrochadora saltaba para todos lados. El celular llamaba a sus clientes y a sus proveedores.
La gente de la oficina, sorprendida, se acercaba a su box. No entendían lo que pasaba. Todas sus cosas parecían tener vida. Se movían como si el estuviese allí.
Leandro se había olvidado de sí mismo.
sábado, 11 de julio de 2009
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